Los coches de autoescuela

Si, esos torpes y lentos coches de autoescuela que nos encontramos los conductores diariamente por nuestras ciudades. "Habría que exterminarlos junto con los coches de caballos..." dicen algunos. Yo no. Defiendo a los coches de autoescuela. Esos valientes y pacientes profesores y alumnos que se echan a la jungla urbana a aprender a convivir en ella. ¿El precio de aprender? Pitadas, insultos, aspavientos al pasar velozmente por su lado y un cúmulo de despropósitos hacia ellos. Me enerva ver estas situaciones frecuentemente cuando conduzco. Por eso, lanzo una reflexión al aire virtual que ya lancé en twitter hace unos días y que algunos tuvieron a bien en multiplicar su efecto retuiteándola o interaccionando conmigo. Esa reflexión es la siguiente:

Odio a los que pitan e increpan a los coches de autoescuela por su torpeza y lentitud. ¿Ellos nacieron sabiendo conducir o qué? #sevillahoy

Imagino que no. Entiendo que esos pitadores e insultadores no recuerdan sus años de alumno y por eso hacen un ejercicio de incomprensión y violencia hacia esos novatos al volante. Hoy quiero defender al coche de autoescuela. Yo no hace mucho estaba montado en él. Este es un alegato a favor del coche de autoescuela. A favor de esos que el nerviosismo los conquista cuando se ponen al volante o, incluso, se sientan detrás a admirar como aprende a conducir una compañera de clase. Y ya se quedan prendados para siempre. Por eso, homenaje hoy a todos los coches de autoescuela que circulan. Ánimo y valentía. Os queremos.

¿Quién dijo que todo está perdido?

Yo vengo a ofrecer mi corazón. Tanta sangre que se llevo el río. Yo vengo a ofrecer mi corazón.  No será tan fácil, ya sé qué pasa. No será tan útil como pensaba. Como abrir el pecho y sacar el alma. Una cuchillada de amor.  Luna de los pobres siempre abierta. Yo vengo a ofrecer mi corazón. Como un documento inalterable. Yo vengo a ofrecer mi corazón.  Y uniré las puntas de un mismo lazo. Y me iré tranquilo, me iré despacio. Y te daré todo, y me darás algo. Algo que me alivie un poco más.  Cuando no haya nadie cerca o lejos. Yo vengo a ofrecer mi corazón. Cuando los satélites no alcancen. Yo vengo a ofrecer mi corazón.  Y hablo de países y de esperanzas. Y hablo por la vida, hablo por la nada. Y hablo de cambiar esta nuestra casa. De cambiarla por cambiar no más...

Oye, ¿Anoche qué?

No lo sé. Recuerdo poco. Un síntoma contradictorio en estos casos. Los moratones en mi cuerpo se asocian a una torpe y cómica caída en la puerta de la fábrica de cigarrillos. Despertar desorientado en casa ajena y perfectamente vestido con móvil y llaves en los bolsillos dice mucho del tipo de cogorza sucedida. Una acumulación de whisky y tequila baratos. ¿Beber para olvidar? Error. Beber para recordar. Para recordar que en el fondo del vaso de tubo no se hallan las respuestas a casi ninguna pregunta. Dormir un rato en el asfalto no me acerca más a la vida de la calle, pero las marcas se quedan en el rostro casi de igual forma. El viernes no solo vomité palabras.

Un experimento con el tiempo


Ahí lo tenéis  El exhaustivo control bascular que he seguido. Dos papelitos de báscula de farmacia, a la cual le hago publicidad de balde. Entre estos dos documentos históricos existe muy poco más de un mes de diferencia. Para ser más exacto, desde el día que me entró la picá hasta el agradable día de hoy en que me siento aquí a contarlo y a preguntarme si seguir o seguir hasta el Mascarpone más cercano. Si, llevo un mes sin probar el chocolate.

Ni los dulces. Y comiendo sin pan. Y reduciendo un 70/80% el consumo de Coca-Cola en comidas y cenas. Y sustituyendo el Nesquik mañanero por un saludable vaso de zumo de naranja. Y quitándome casi por completo de las patatas fritas y derivados. Y tomando ingentes cantidades de gazpacho y lechuga. Y atreviéndome a pedir sándwiches vegetales mientras mis compañeros de mesa degustan hamburguesas y pizzas tentadoras. Y un sinfín de prácticas incomprensibles en mi que se unen con el comienzo de mi relación (casi) sentimental con la bicicleta estática que le han regalado a mi padre por su cumpleaños. Si, me he pegado gran parte de este anodino mes montando diariamente en una bicicleta y sudando como un descosido. ¿Para qué todo esto? Ojalá algún día lo descubra. Ajolá...

Bueno, y ahora analicemos fríamente los datos que nos arrojan estas dos mediciones. Empecemos por lo menos importante: la altura. Curiosamente la altura no entraba dentro de este experimento. Aún así, he crecido un centímetro o los zapatos que hoy me he puesto tienen más suela que los del día 31. Esto no tiene importancia, así que pasemos.

El peso. 103,5 kilogramos era hace un mes y 100,8 es hoy. O eso se empeña en revelar la maquinita con voz de Constantino Romero. Teóricamente, he perdido 2,7 kilogramos y me acerco lentamente al Índice de Masa Corporal que recomiendan en er papé. Según mi madre, estoy mucho más delgado y mucho más guapo. Según unos y unas, se me nota muchísimo y tengo que dejar de adelgazar porque voy camino de la enclenqueidad. Según otros y otras, no se me nota y es absurdo intentar cambiarme. Y según mi punto de vista, me veo igual aunque los pantalones me cierran un poquito mejor.

CONCLUSIONES:

Me ha costado menos de lo que esperaba estar un mes sin algunos de mis amigos americanos (Nesquik, KitKat, McFlurry, etc), pero a la hora de la cena es complicado y trabajoso no caer en la tentación de sacar una pizza y meterla en el horno 10 minutos. Realmente, no sé que haré. Tengo mucha ropa de mi hermano que si adelgazara me quedaría bien. También tengo mucha ropa mía que si adelgazara me quedaría grande. No lo sé. Aquí no vine a contar mi futuro. Hoy solo dejo el testimonio de un mes extraño que no sé si ha servido de algo. Por lo menos, mi madre está contenta...