La cárcel del coche

Era mi primera visita a la cárcel tras aquella espantosa tarde. Pero se lo prometí. Mientras caminaba hacía allí recordaba todos los buenos momentos junto a él: los domingos en el Elefante Azul o las noches interminables escuchando la radio en el Lipa. La nostalgia me invadió hasta que me topé con los barrotes verdes que sujetaban aquel siniestro cartel: DEPÓSITO DE VEHÍCULOS. Se me hace un nudo en la garganta con solo recordarlo.

Me planté frente a la puerta blanca de la garita, tomé aire y llamé. Abrió un rudo carcelero vestido de amarillo y negro. Me registraron por si traía recambios. Buscó en el mapa e indicó la plaza de mi visitado. Fue muy duro el camino por allí dentro. Vi coches llorando aceite, motos pitando de rabia e incluso varios Land Rover abusando de un pequeño Smart. La jungla del asfalto allí reunida. 

Por fin llegué a él. Toqué la ventanilla del copiloto y se abrió. Era mi coche. O mejor dicho, lo que quedaba de él. Casi ni podía encender los faros del cansancio. Hasta le costaba sintonizar KissFM. Los días allí deben ser muy largos. Viendo entrar y salir compañeros. A pocos metros de la libertad y tan lejos de la esperanza. Me contó que se come muy mal. Que la gasolina es garrafón y que solo los arrancan los fines de semana. También me susurró que tiene que compartir la plaza con un Vespino viejo y verde.

Yo aguantaba las lágrimas como podía mientras él me pedía que lo vengara. Le dije que había localizado al de AUSSA que lo detuvo y que recibiría su merecido. Eso lo calmó. Esbozó una leve sonrisa con su parachoques delantero que interrumpió el carcelero pidiendo que me marchara. Le di un beso en el volante y salí de aquel lugar lo más rápido que pude.

Mientras volvía (andando) me preguntaba si yo también tuve algo de culpa. ¿Dejarlo mal aparcado en aquella rotonda estuvo bien? Quizás él no tiene la culpa y es el producto de una sociedad implacable con los que no siguen las normas establecidas. La rebeldía se paga cara en esta ciudad. #ToyotaLibertad