
Cuando creía que el esparto de mis zapatos me desgastaban por completo las plantas de los pies llegué a mi lugar de destino. Allí, en torno a una decena de personas me saludaron efusivamente y me instaron a empezar con el consumo de grados de alcohol. Y así hice. En unos 40 minutos logré beberme la cantidad antes mencionada de whisqui. Las consecuencias fueron las de siempre: charla animada y muerte prematura. Por ese orden. No se cuanto aguanté de pie tras la última copa ni a que hora caí desplomado en la arena gaditana. Solo se que dormí a gusto durante un buen rato y que me enterraron hasta la cintura. Me siento orgulloso de las dos cosas: me alegro de poder haber dormido a pesar del ruido y de haber seguido impasiblemente sobado aunque me estuvieran echando arena en todo lo alto. Incomprensible pero cierto. (Por favor: No intenten esto en casa. Bebe con moderación).
Serían las 7 de la mañana cuando un Policía me informó que debía abandonar la playa. Como buen ciudadano que soy le dije que cinco minutos más y que en seguida me levantaba a desayunar. Y asi hice. El madero me dejó un rato más y me tome una entera con Jamón y Aceite en el bar situado en la plazita delante del imponente hotel. Tras haber recargado pilas, me encaminé a la estación de tren. El sol me daba en la cara. Mi felicidad era patente en varios kilómetros a la redonda. Llegó el vagón y me dirigí a mi casa. (Esta historia está basada en un hecho real: realmente dejé media tostada en el plato).