¿Viajar para qué?

Atenas parece en evacuación y Estambul está llena de vida. Debo viajar más. Volver al Pacífico. Volver a Toledo, de la que siempre hablo y está ahí. A mano. ¡Qué catedral! Casi tan bella como la de Siena, que tenía banderas de los diecisiete distritos. Y mármol. Mucho mármol. No sé si de Carrara como la del Vaticano, a la que no tiene mérito ir. Si lo tiene a Gotemburgo, donde los alces pasean por los parques y me compré una camiseta de los Frölunda. Aún no me la he puesto. Ni tampoco tocado los timbales que traje de Túnez. No me gustó Túnez. Volvimos rápido al bufé del crucero. El que me llevó a las islas griegas (que son el paraíso) no, otro. Uno anterior por el Mediterráneo cuando murió Raniero III. Me soltó en Florencia y sus estatuas. Unas originales y otras copias. Allí saben mucho de imitaciones. Sobre todo en Nápoles, que me pareció sucia y preciosa. No como Eindhoven, perfecta y aburrida. Plana. Cómoda como nunca lo será Eibar, ciudad de cuestas de la que cuesta irse. También me quise quedar para siempre en Verona. Junto a Romeo y las erasmus. Pero me fui. Tenía que conocer las aguas turbias de Venecia y el Hard Rock Cafe más bonito del mundo. Tenía que tomarme un helado en Santander con mi padre y llevarle a mi madre las bolsas en Candem Town. O perseguir a mis amigos por los bosques de León o por cualquier discoteca de Cracovia. Me fui de Verona (o de Donosti) igual que me he ido de muchos sitios: con ganas de volver. Pero también de volver a casa. De reescribir historias en ciudades. De ver si Grecia me sigue haciendo tanta gracia o de si me canso de Italia. O de andar por Los Andes. No sé. Viajar es maravilloso y vivir en Sevilla también. Si no eres de aquí, ven (o vuelve); y si lo eres, haz la maleta (de nuevo) que nos vamos de viaje.