
Esa es mi definición del pregón que hoy ha pregonado Barbeito en el Maestranza. Con maestría. Maestro de la oratorio como apuntó Rosamar en la presentación. Dentro de su papel de hombre criado entre olivos. Sin entrar de lleno en la fiesta que él no ha vivido desde niño. Reflexionando con la palabra. Con la excepcional literatura que él despliega a diario en
La Tribu. Utilizando sus ejemplos de pueblo para ilustrar su relación con Dios. Una relación que dista de la que tienen la mayoría de cofrades criados entre callejones del casco histórico o junto al arte de cualquier rincón de mi Triana. Yo alabo a Antonio. Y lo hago por no ceñirse al modelo de pregón que todos esperan año tras año. Lo hago porque escribe con sinceridad aunque duela bajo los pines cofrades de las chaquetas de hoy. Un pregón es algo más que decirle guapa a la Esperanza o que arrancar un aplauso rimando Triana con Santa Ana.
Y si no les ha gustado y quieren buscar culpables, háganlo en quién designó a este
señor sevillista. Él no tiene culpa de ser como es. No busca caer en gracia a los
capillitas de la capital. Ha dado su pregón. Su verdad. Su visión de todo esto que llaman Semana Santa.
Y a mí, me ha gustado. A mí. Que muero con todo lo que huela a esta bendita y maldita ciudad. Que le tengo declarada la guerra al
tonto de capirote sevillita, como diría
el director de algún de corto de barrio pijo.
Esto que cuento pasó después de
Soleá dame la mano. Después de
Amarguras. Fue el pregón de Barbeito. Fue el pregón de mi Sevilla. El pregón que retumba una semana antes de que retumbe la ciudad.
Gracias Antonio.