Jardinero de poca monta

Buena manera de definirme. Un jardinerillo de tres al cuarto. Hoy caí en la cuenta de ese detalle. Me levanté de la siesta con energía y decidí tachar una tarea de mi lista de tareas pendientes del chalé. Y así complacía los deseos de mi padre de que le ayudara con las labores campestres. Así que me enfundé los guantes y trinqué las tijeras de podar. Me encaminé hacia mi objetivo: la fachada, la cual estaba descuidada y peligrosa para los viandantes. Llegué y empecé mi labor.
Al poco me di cuenta que no iba a ser tarea fácil. Rascarse las hormigas que entraban por mi espalda con un guante de jardinero lleno de hierba no es tarea sencilla. Casi me arañaba más que dejando a los insectos que hicieran con mi lomo lo que quisieran. Cuando me acostumbré a su deambular por mi cuerpo y la parte más baja y más fácil del muro estaba podada y con un aspecto medio decente, hice un pequeño descanso. Me senté en el carrillo de mano tras casi una hora de jardinería casera. Me distraje un rato viendo pasar coches y contando cuantos iban en moto sin casco. Cuando más inmerso estaba en mi labor calculadora, apareció mi padre para observar que car... estaba haciendo. Reprimenda y de vuelta al trabajo. La parte superior fue un calvario. No disponía de escalera, lo cual me obligaba a alzar los brazos por encima de la cabeza. Este movimiento continuo provocaba que se me cogieran los músculos de la espalda. Mala cosa esa. No se lo recomiendo a nadie. En ese momento el calor seguía apretando y poco veía por el empañamiento constante de las gafas. Tampoco les recomiendo limpiar las gafas con unos guantes puestos. Y por supuesto, tampoco es bueno para el cristal que le caigan pinchos de buganvillas y otras especias parecidas. Son cosas que aprende uno. La gente no dejaba de pasar. Un niño me pidió una flor para llevársela a su madre. Todo muy bonito en medio de aquella maraña de ramas punzantes y hojas imposibles de barrer. Las ocho de la tarde marcaba mi móvil y varias llamadas perdidas dentro de él. Poco quedaba. Pero lo que quedaba, tenía guasa. El sudor y la sangre se entremezclaban por mi brazo para acabar goteando levemente en el acerado. Mi cuerpo pedía clemencia, pero mi cabeza sabía que ese trabajo había que terminarlo. Por mi padre y por mí. Por demostrarme que no solo se escribir sandeces en este lugar virtual. Y lo conseguí. El sol se escondía en el horizonte de Espartinas y yo entraba de nuevo en la casa con el carrillo lleno de restos de poda. Restos de una guerra donde, como siempre, no hubo vencedores. Solo vencidos. Volqué el carrillo en el arriate emplazándome a la siguiente labor: cortarlo, meterlo en bolsas de basura y tirar las bolsas. Eso será otro día. Por hoy me he movido demasiado.
Conclusión: No creo que me gane la vida trabajando de jardinero, pero para haberlo hecho de balde, no creo que haya quedado tan mal.